Poesía en tiempos de crisis (II)
Actualizado: 1 de sep de 2020
Muchos son los pensamientos, sentimientos y emociones que han aflorado en las personas por el actual contexto mundial, con el avance del Covid-19. Saber expresarlos, por tanto, se hace esencial para poder dar equilibrio a nuestra vida.
Una manera de poder lograrlo es a través de la poesía, por medio de composiciones artísticas donde la palabra manda.
Te invitamos a leer la segunda parte de la serie “Crisis y Poesía”, donde el académico de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Roberto Onell, sigue la secuencia de este momento histórico que se vive a nivel global a través de su arte.
*** Si te perdiste la primera parte, puedes leerla aquí ***
CRISIS Y POESÍA (2)
La crisis
Quisiera intentar, pues, otra respuesta, aun a riesgo de que ésta sea un no sé extendido e improcedente. Porque hablar de crisis en el estricto sentido de cambio profundo y problemático —como es la actual pandemia— nos deja en situación de postular que la crisis impacta al núcleo mismo de la vida social: la persona.
Una palabra —persona— con una historia que se remonta al pensamiento greco-latino, luego al cristiano, y que llega a nosotros para nombrar la dimensión basal de la vida en común, en cuanto la realidad de la persona es la unidad de las múltiples diferencias funcionales —roles, decimos— que conforman la existencia. Y si es la persona toda quien está afectada hoy por hoy, corresponde entonces indagar la relación entre persona y poesía.
La respuesta que trato dar puede describirse como apasionada o, sobre todo, pensarse como pasividad. Apasionada, no en el sentido del mero gusto o inclinación que se exalta, como si en sí mismos fueran admirables. Apasionada, tampoco en la modalidad de un ímpetu activista, rebosante de certezas. No. Apasionada en el sentido de la pasión. Podríamos decir también patética. Porque me refiero a la pasión como la plena experiencia del pathos.[1] A la pasión como el dejarse afectar por la crisis, antes que salir a hablarle gananciosamente como se hace en cualquier ámbito competitivo. Tiendo a pensar (porque no puedo pensarlo todavía por completo) que la iniciativa de decir algo con mero espíritu comunicacional, en un momento crítico, es muy probable que redunde en palabrería. Por eso, desde ya, advierto que mi propia palabrería puede apretarse en estas tres palabras: “¿Qué hacer? Padecer”.
La respuesta que intento es la inminencia del contacto y es también el dejarse tocar por eso otro. Tocar un límite. No estoy promoviendo el contagio o el descuido de los protocolos. Hablo del permanecer abiertos a aquello que, de distintas maneras, sigue viniendo a nosotros. “Permanecer abiertos” y no “abrirnos”, porque esa apertura pertenece estructuralmente a la persona. Lo sabemos por nuestra relacionalidad inherente. Y eso otro que viene ahora como virus: posibilidad de contagio, recordatorio del dolor y de la muerte, viene en brazos de la naturaleza, que nos restriega el memento mori en voz alta. Permanecer abiertos a una pandemia que no podemos soslayar ni siquiera por la vía del optimismo. Quiera Dios —y nosotros y los sobrevivientes— que la pandemia nos mejore como humanidad. Pero afirmarlo con nueva certeza de juicio es otro estéril voluntarismo, además de inverosímil. Ya la crisis política asociada, abundante de mezquindades, lo desmiente.
En la inquietud, en la imposibilidad actual de reposar, de aquietarnos en pos de recobrar fuerzas para la faena diaria, en ese límite existencial que tocamos, es donde la palabra queda en entredicho. Esa inquietud insoportable parece ser el entredicho del lenguaje. El lenguaje entre-dicho: aprisionado en medio de lo ya dicho. Lenguaje redundante... Permanecer abiertos a eso que, en lugar de hablarnos didácticamente, todo gráficos, grafitis, eslóganes de mensajería, etc., calla. Abiertos al terror del silencio y del no-poder-decir. Impotentes, expulsados hacia esa intemperie en lo profundo de nosotros mismos.
Es verdad: esto parece una anti-receta frente a la acuciante pregunta “¿qué hacer?”. Pero yo intento una respuesta; las recetas pertenecen a la benigna funcionalidad. Ahora bien, mi evidente falta de gentileza —¡padecer!— se debe solamente a nuestra costumbre no de ocuparnos en funciones, sino de reducirnos a ellas: “usuarios”, “clientes”, “contactos”, “ciudadanos”, con distintas etiquetas de temporada, mientras la persona sigue a la espera. Recordarnos personas es, desde esta perspectiva, allegarnos comprensivamente a un fondo de imprevisibilidad, bajo la previsibilidad —¡la certeza!— de la muerte. Porque lo Real Eminente no se sujeta al proyecto que postulamos. Nuestras planificaciones estratégicas podrán —Dios quiera— rozarlo, pero jamás retenerlo. Para nuestro bien, lo Real Eminente no abdica de su Realeza.
Y poesía
Pero en esa imprevisibilidad, en ese fondo casi siempre oscuro y abismal, las palabras podrían volver a despuntar. Si es verdad que no hay palabra sin mundo ni mundo sin palabra, eso otro ha de requerir nombre; no por deber discursivo, sino por algo anterior, verdaderamente primario: por una vehemencia del Ser que nos empuja, al atravesarnos, a confirmar la existencia en el lenguaje (Gn 2,19). En el careo con lo Otro, extraño sería que no brotara un vocablo: el ser humano sigue siendo el animal que entiende con palabras.[2] El potencial de pensamiento que es cada palabra se despliega ahí, en el duro trance de superar su propio ruido; de hallar a la siguiente palabra con la cual encadenarse para (juntas) resistir, pedir ayuda, echar algo de luz. Será la tentativa de dar forma a lo amorfo, pero atravesada de imprevisibilidad también. Que la burocracia donde nos alojamos designe “poesía”, “filosofía”, “terapia” o “plegaria” a aquella palabra, carece de importancia en ese momento.
Aquella palabra brotada y engarzada a otra en la densa oscuridad, sin embargo, es un don quizá ambivalente, “porque de la palabra que se ajusta al abismo, surge un poco de oscura inteligencia, y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados”, meditaba Enrique Lihn. Lo que conseguimos atisbar puede no ser todo lo tranquilizador que quisiéramos para nuestra respetabilidad, o para dormir mejor. Pero, ¿no fue esa la lección, abismal, del “quien no tenga pecado, tire la primera piedra” (Jn 8,7)? En el careo con lo Otro pavoroso, la palabra recién brotada, en pos de otra palabra más, es una palabra-acto, un acto-palabra. En ese momento en que el decir y el hacer son lo mismo, en que del dicho al hecho no hay trecho aún, la palabra es performativa. Hace lo que dice, dice lo que hace. La palabra asume el carácter de presentación, pero no como anuncio que guardara todavía un desfase con lo por-venir. Presentación como un hacer-presente: presentificación.[3]
De ahí que esa “palabra que se ajusta al abismo” pueda caracterizarse como palabra propiamente crítica. Palabra nacida de esa crisis, del careo con lo Otro abismal, el pensar incipiente que en ella se incuba es, también, crítico. Pero no porque asuma como prioridad el enrostrar los defectos del prójimo. Aunque ello nunca queda descartado, esa prioridad comportaría una seguridad elocutiva inverosímil; la misma que tantas veces es apenas discurso autoafirmativo. Crítico, porque asume la averiguación de sus propias condiciones de posibilidad. Pensamiento crítico por autocrítico.[4] En ese momento, desde lo profundo (Sal 130), cuando la seguridad discursiva tiende a cero, esa palabra así abajada podría nombrar algo más y, enseguida, ser capaz de convocar y congregar. Un pensar que se sabe tentativo no tiene y no quiere tener recursos para avasallar e imponer; eso hipotecaría la dignidad de su búsqueda. En el fondo de la ansiedad excitada por nosotros mismos —ansiosos, competitivos— en una mensajería interminable ante la pandemia, parece perseverar el deseo de recibir esa palabra. Una crisis en que esa palabra persevera desde siempre: sea poética, filosófica, terapéutica o sapiencial, es palabra crítica, palabra-crisis; que no necesita de esta crisis para ofrecer su valía humanizadora, y que puede enarbolar, por eso mismo, una extraña y quizá sanadora soberanía.
Probablemente nuestra pretendida condición de habitantes del futuro exacerbe la percepción de gravedad de la crisis por la pandemia. Porque esta crisis nos desmiente con un drástico reencuentro con el presente. Se han desmoronado muchos planes, muchos dibujos del futuro, y, más allá del exhibicionismo emotivo y culposo acerca de la supuesta superficialidad general con que hemos vivido, nos duele constatar la enorme dificultad con aquellos planes imprescindibles, porque nos duele la inminencia del dolor y de la muerte. Y sucede que esa palabra no nos dice otra cosa. Su primera cara es la angustia reflejada. Pero esa palabra, multiforme por ser compañera de ruta y no, en primer lugar, dogma ni consigna, nos ayuda a buscar el presente perdido[5]. Al ayudarnos en esa búsqueda, esa palabra dice “no sé”, dice “no puedo” con nosotros. Dice “quiero, queremos”. De ahí su perseverante desacomodo, especialmente hoy. Por eso cuando le conferimos seguridad autoafirmativa, suena hueco. Y es que esa palabra, de profundis, oye la grieta presente que somos.
Cierto: el no sabemos activa la desconfianza funcional, y traba la mecánica de toda convivencia articulada en funciones. La sociedad de expertos no lo permite. Y grandes resultados esperamos de los expertos. Pero también, el no sabemos primario, testimonio con visos de realismo, podría suscitar una confianza personal que empape la funcionalidad no electiva en que vivimos. La condición de posibilidad es —sería— remontar comprensivamente las diferencias funcionales de cada día. Reunir nuestros pedazos en el regreso a la persona. Recogernos.
* * *
Roberto Onell H.
Facultad de Letras UC
Junio de 2020
[1] Tal como ocurre con la Sinfonía Nº 6 de P. I. Tchaikovski, o, más exactamente, en ella. Para un ahondamiento en esta noción de pasividad, vertiginoso ahondamiento, me remito a Emmanuel Levinas, en especial a De otro modo que ser o más allá de la esencia.
[2] Me hago acompañar aquí por las reflexiones de Martin Heidegger y de Paul Ricœur, en especial en las obras respectivas Ser y tiempo y La metáfora viva.
[3] En esta misma semántica, potenciada, Benedicto XVI describe el mensaje del Cristianismo como performativo y no sólo informativo, esto es, “el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida” (Spe salvi 7). También las distintas formas de performances en el ámbito teatral, exacerbadas con las vanguardias artísticas en Europa y en las Américas, aunque no sólo en el teatro, dan una muestra del intento de anular la distancia entre la palabra y el acontecimiento.
[4] Buena parte de la herencia del pensamiento ilustrado aún vigente consiste en ello. Bueno es recordar a Immanuel Kant.
[5] Esto fue parte de la sentida confesión que Octavio Paz hizo al recibir el Premio Nobel de Literatura, hace treinta años. Esa palabra tendrá un “fragor de creación”, tal como le ocurre al viajero de Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier, al remontar las diferencias funcionales en un viaje inusitado. Al volver sobre sus pasos, nuestros pasos.