Poesía en tiempos de crisis

¿Cómo abordar este tiempo? ¿Se acabó la esperanza? ¿Qué sentir y decir? Palabras, preguntas, dudas, que se juntan en la cabeza, sobre todo hoy en día, donde el avance del coronavirus en el mundo parece no dar tregua.

Y es que es necesario poder expresar emociones, ideas, sentimientos y pensamientos para dar un respiro a la mente y así enfrentar la crisis sanitaria y social desde otra perspectiva. En este sentido, la poesía es capaz de manifestar el sentir de las personas y los artistas de manera sutil y hermosa, pese a las dificultades del entorno.

Por lo mismo, Roberto Onell, académico de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile, escribió “Crisis y Poesía”, un artículo de dos partes que aborda precisamente el momento que vive la humanidad. ¡Te invitamos a leerlo!

CRISIS Y POESÍA (1)

Roberto Onell H.

Académico de la Facultad de Letras UC



Entre quienes nos dedicamos a la poesía mediante el estudio y, en algunos casos, en la escritura misma de poemas, hoy también se escucha la pregunta sobre qué hacer en medio de la crisis por la pandemia. ¿Qué hacer con la poesía, desde la poesía, en relación a la pandemia de esta hora? Es un qué-hacer que se formula con innegable polisemia: ¿qué puede aportar la poesía? ¿cómo escribir poesía al respecto? ¿escribir poesía? ¿leer poesía? ¿escuchar, declamar poesía? ¿estudiarla? Parece inobjetable al menos esto: que la poesía, en cualquiera de sus vivencias, busca ponerse en cuestión a propósito de la emergencia mundial. Si reconocemos estas preguntas como relevantes, quedamos en situación de interrogarnos por la relación entre esta crisis y la poesía.


GENERALIDADES SOBRE EL LENGUAJE

Es bueno recordar que la interrogante sobre el qué-hacer de la poesía se formula, precisamente cuando el quehacer médico-sanitario, el político-administrativo, el científico- técnico, son a todas luces los principales quehaceres involucrados en esta eventualidad, y de los que esperamos grandes resultados. Por cierto, esperar significa aquí “tener la expectativa” e incluso “tener la esperanza”, es decir, “confiar”. Una confianza que, dada la gran escala del problema, no puede ser sino funcional. Independientemente de la emotividad que empape la comunicación de esa confianza, la escala mundial del fenómeno cierra toda posibilidad de que esa emotividad, e incluso la convergencia contractual de sujetos de razón, articulen por sí solas las acciones relevantes. Es Niklas Luhmann quien nos recuerda esto desde la sociología de sistemas.

Pero si todavía queremos preguntarnos por el rol de las palabras, también podemos destacar la especial importancia que adquiere la labor comunicacional. Comunicadores y voceros son los otros protagonistas de la escena del momento. Dichos, énfasis, omisiones, contradicciones, paradojas... todo contribuye a perfilar la realidad que compartimos. Para todo aquel que se detenga a pensar y, siquiera una vez, a tomar el peso a las palabras, es imposible ignorar esa evidencia: el lenguaje perfila lo que tenemos por realidad. Cuando no hemos dado nombre a algo, ese algo sigue oscuramente pugnando por su bautismo, por las palabras que le permitirán presentarse “en la escena del mundo”, como confesara Gustavo Adolfo Bécquer.

Ahora bien, atrevámonos a recordar que, cuando no tiene correspondencia con alguna zona de la experiencia compartida, el lenguaje verbal se reduce a mero ruido. Como comprobamos cada tanto, las palabras que no nombran ese algo quedan como palabras vacías. Pobres van los nombres; pobres vamos todos. Porque, para examinar una fórmula al uso, el lenguaje sólo crea realidad a condición de corresponderse con alguna zona de realidad. Si hoy es lunes, por más que yo me diga “¡no, es sábado!”, todo a mi alrededor me seguirá mirando y solicitando con cara de lunes. Pero si en el lunes alguien descubre la latencia del sábado, ah, entonces la palabra sábado brillará como letra viva, podrá ser lenguaje en circulación y ese alguien, si es poeta, habrá dignificado el oficio. “Mas no te importe si [tu verso] rueda/ y pasa de mano en mano:/ del oro se hace moneda”, nos aconseja Antonio Machado: ese verso nutrirá de sentido a la comunidad que lo engendró.

Esto, por supuesto, ya lo dejaron anotado para nosotros los antiguos griegos: Logos y Ethos son las caras recíprocas de esa realidad que llamamos cultura. Caras que se traman en un diálogo inestable y que, en virtud de ese dinamismo, testimonian humanidad. Porque tal vez no hay palabra sin mundo ni mundo sin palabra. Esto hay que recordarlo con frecuencia en nuestra época tozuda, que a ratos se empecina en creer, con una simplicidad que alcanza la simpleza, que el lenguaje crea realidad. Como si el Logos fuera un paseante ocioso, un solitario que caminara profiriendo, inventando, fundando; como si la sola voluntad de hablar, en ciego voluntarismo, bastara para engendrar. Creer eso es entregarse no sólo a la esterilidad de toda perorata, sino también a una forma de superstición. Mala magia.

Y ya que hemos recordado la gravitación del quehacer comunicacional, no olvidemos que cuando arrojamos a la circulación la frase afortunada, la palabrita ganadora, sin atisbo de meditación por nuestra parte, de examen, de interrogación, dejamos que se produzca una porfiada sensación de verdad. Y acoplados a la simpleza, le damos alas como si la verdad fuera equivalente a la frecuencia estadística, o equiparable al fervor enunciativo. Dado que desde siempre ansiamos un suelo seguro en que movernos, en la inhumana rapidez de estos días esa mensajería nos calma las ansias. Porque son palabras que acarician nuestro ego y le hacen olvidar su vulnerabilidad. Y aunque lo sabemos, insistimos en aplacar con golosinas lo que es —supongamos— nuestra hambre de verdad.

“Una palabra tuya bastará para sanarme”, repetimos en la liturgia a semejanza del centurión cuya fe, en ese episodio, fue total (Mt 8,8; Lc 7,7). Porque, en cuanto a palabra, la única que ha creado propiamente realidad, hasta donde sabemos, es la palabra de Dios. Esto lo creía incluso Charles Baudelaire, a quien nadie en su sano juicio tendría por pechoño. Por eso creemos, o decimos creer, que la palabra de Dios es digna de fe. Sí: que el lenguaje cree realidad es sólo válido para el lenguaje de Dios, del cual hemos derivado, ya en esos mismos días inaugurales, una encomienda bien particular: “que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera” (Gn 2,19). Fuimos creados creadores, ha constatado Adolphe Gesché, y es en el lenguaje —recreación recreadora— donde rendimos prueba de ello.

Es una nueva creación la que hacemos con el lenguaje, y que implica, nada menos, hacer visible y posible un futuro. Por ejemplo en el acto de la promesa, donde las palabras siguen una modalidad genuinamente poiética, de producción de sentido, dado que, literalmente, proyectan lo humano, lo lanzan hacia delante. Incluso la frágil fe de Israel, gracias al trabajo de Moisés, guardaba memoria de esto al recordar la fidelidad de Yavé. Pero en el sólo ámbito de los humanos actos de habla, ni siquiera en la promesa las palabras se han despegado de las cosas. Ni siquiera al modificar nuestro presente, por habernos lanzado al futuro, el lenguaje pierde contacto con esa alteridad que es el mundo[1]. Al prometer, es movilizado eso que somos.

Nos preguntamos qué hacer con la poesía, en la poesía, desde la poesía. Por una sensación de impotencia, por espíritu participativo, por oportunismo, es una pregunta que no parece siquiera tolerar la respuesta “nada”. Una nada que fuera equivalente a quedarnos tal como estamos, a la inacción, a abdicar ante el vaivén de la crisis, y sobre todo de la crisis mediada por los medios y por las vocerías. Pero es fácil contestar la pregunta de modo funcional: ahí están los millones de textos con mensajes esperanzadores y de los otros que hacemos circular por las redes, las benéficas iniciativas de talleres de escritura y de lectura online… ¿Qué hacer entonces con la poesía? Leer, escribir, distribuir, difundir, “compartir”. Listo.

Volcarse comunicacionalmente hacia la experiencia y sus mil caras. He ahí —aquí— la cotidiana respuesta funcional a nuestra pregunta. Independientemente de los contenidos y tonos de esos millones de comunicados, no hay por qué soslayar una de las evidencias: que esa proactividad parece obedecer —sí, obedecer— a la misma lógica mercantil e industrializadora de la que se dice abominar, al menos en parte importante de esa mensajería, la que signa en el capitalismo global y en sus esbirros locales el origen y el desarrollo del mal, y además con plena certeza de juicio. Es una inquietante semejanza de criterio operativo aquella que se observa, que se ve —porque todo esto es tan visible— de entre las innumerables diferencias de contenidos.

¿Tenemos acceso a otro tipo de respuesta para la pregunta por la relación entre la poesía y la crisis por la pandemia, aparte de la contestación funcional que hemos, nada más, constatado y resumido? Me temo que las líneas que siguen estarán inundadas de algo pasmosamente similar, en apariencia, a la nada insoportable que mencioné y descarté poco antes. Pero hay que intentar esa respuesta. ¿De qué tipo será? De momento, si me es verdaderamente dado —no lo sé aún— plasmar una distinción respecto de lo funcional, sólo puedo iluminar su negatividad, su no-funcionalidad. Digamos así: la pregunta por la relación entre la poesía y la crisis mundial por la pandemia ha de tener, también, otra respuesta.



(1) Agradezco al profesor Dr. Emilio Morales la referencia de Adolf Reinach, discípulo de Edmund Husserl, sobre los “actos sociales”. Ello nos hace pensar también en la posterior teoría de la “acción comunicativa”, de Jürgen Habermas, en relación a la construcción del moderno espacio público. Aunque el presente trabajo se mantendrá más cerca, no obstante, de la potencia referencial del lenguaje simbólico, por ejemplo en consonancia con Paul Ricoeur, también deberá habérselas con la performatividad del lenguaje.