Navidad con espíritu del Reino
El padre Fernando Valdivieso nos habla de las verdadera puerta que abre Navidad: una que nos permite ver al otro, al descartado, por medio de Jesús.
“¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el oriente, y venimos a adorarle”. Mt 2,2
Nos ha nacido un rey en la ciudad del Rey David. Los magos de oriente lo buscan siguiendo el rastro de su estrella y muchos otros lo buscan. Buscamos al niño rey en torno al cual se consolida ese reino añorado en el que queremos vivir.
Así es, ¡hay un Reino! – enseñará Jesús a sus discípulos- “preparado para ustedes desde la creación del mundo” (Mt 25,34). Nuestro corazón lo sabe, como si conservara el recuerdo de un tiempo remoto en que lo vivió, en Dios. Por eso, la literatura lo ha soñado en una isla perdida, en el fondo del mar o entre las montañas de Los Andes. Hay un Reino donde todo es bueno, donde todo es bello. El pecado no puede contra las puertas de este Reino: no entran los violentos, nunca han llegado los ejércitos a sus puertas. No es conquistado por quienes que recorren el mundo marginando utilidades; no interesan los productos de consumo superfluos (que nunca interesan). Porque los ciudadanos de este Reino tienen el corazón lleno. No hay pobreza en el Reino, solo hay riqueza compartida. No hay avaricia, no hay pereza. Sus ciudadanos trabajan en torno a una viña generosa que da un vino alegre y no hay operarios olvidados ni distraídos en la plaza.
Como los magos, también nosotros buscamos este reino y este rey. Como ellos, llegamos a las puertas del palacio, donde está la gente sabia e importante, para informarnos sobre este niño, olvidando que el Buen Dios ha “ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños" (Mt 11,25). En efecto, el niño rey que buscamos está a las afueras de Belén, con los pastores y entre los animales que supieron acogerlo desde su pobreza.
Busca, con los magos, al niño rey; recorre con ellos el camino; aprende a reconocer su estrella; transforma interiormente tus criterios para salir del palacio de Herodes a la gruta a las afueras de Belén; con los magos asómbrate de la obra de Dios y dobla la rodilla para ofrecerle tu vida como un pobre don y para pedirle entrar en su reino.
Mira la sonrisa del niño que te acoge y te invita a entrar por la puerta estrecha de su Reino: la apertura al otro con predilección por el descartado. Esa es la puerta, ese es el secreto. Abre tu corazón y dale espacio ancho al niño, vestido de pobre, de migrante, de encarcelado (Mt 25), de anciano solitario en tiempos de pandemia; escondido también en tu vecino y en quien vive contigo. Abre tu corazón al hermano y haz venir así, desde el fondo del mar y desde las altas cordilleras, ese reino soñado.
Seguirá estando oculto para los egoístas, los soberbios y los que se salvan solos; estará cerrado para las casas de puertas cerradas, ignorantes del peregrino que pasa… y del vecino; permanecerá escondido para aquellos que no les importa a qué costo ni en qué lugar del mundo ha sido fabricada su última moda pasajera; para los sibaritas ciegos al hambre de su hermano; para quienes se creen mejores que el que está en la cárcel y aquellos que quisieran descartar a enfermos y ancianos, como si no tuvieran algo importante que aportar a este Reino.
Con la mirada puesta en el niño de Belén y movidos por la ternura de su amor, acojamos su propuesta, rechacemos lo que nos lo impida, entremos en su Reino. Puede parecer exigente, quizá inalcanzable, pero ahí está el niño sonriéndonos para animarnos a dar un pequeño paso, un paso cada día, para pasar por la puerta estrecha que nos lleva al reino.