Eutanasia vs Buen Samaritano

La conocida parábola del Buen Samaritano habla de tres actitudes que tienen tres hombres que se encuentran con un herido en la calle: ignorarlo, rechazarlo o ayudarle. Al finalizar esta sencilla historia que cuenta Jesús en el evangelio de San Lucas, un samaritano atendió al herido con un amor y nobleza extremos, hasta el punto de quedarse endeudado y de decir al posadero que a su regreso pagaría lo que faltara por la recuperación de aquel hombre.


Basándose en esta parábola, la Congregación para la Doctrina de la fe publicó el pasado 26 de septiembre un documento denominado “El buen samaritano”, sobre algunas reflexiones y disposiciones pastorales acerca del suicidio asistido y la entanasia. El texto habla de cómo un enfermo en etapa terminal lo que más necesita es el cuidado y cariño de sus seres queridos, presentando ricas reflexiones sobre el misterio de la fragilidad y la vulnerabilidad y recordándonos que nadie, por más saludable que esté, se encuentra exento de contraer una enfermedad o sufrir un accidente que le dé un giro a su vida.

“El buen samaritano” nos invita a tener una mirada contemplativa ante la vida y nos exhorta a “acogerla así como es, con sus fatigas y sufrimientos, buscando reconocer en la enfermedad un sentido del que dejarse interpelar y guiar”. Por ello la Iglesia ve con dolor y preocupación aquellas manifestaciones de la llamada “Cultura del descarte”, como la denomina el Papa Francisco, en el que “la vida se valora cada vez más por su eficiencia y utilidad, hasta el punto de considerar como «vidas descartadas» o «vidas indignas» las que no se ajustan a este criterio”.


En esta cultura nacen algunos eufemismos y se manipulan términos como “muerte digna”, “calidad de vida” o “compasión”. Los dos primeros conceptos son vistos desde una “perspectiva antropológica utilitarista, que viene vinculada preferentemente a las posibilidades económicas, al «bienestar», a la belleza y al deleite de la vida física, olvidando otras dimensiones más profundas – relacionales, espirituales y religiosas – de la existencia”.


La compasión es también entendida como un respeto a la “libertad” de aquel que quiera acabar con su vida, en lugar de acoger al enfermo, ofrecerle afecto, atención y medios para aliviar sus angustias. Pero, sea cual sea la salida que se busca ante una enfermedad terminal, el sufrimiento, “lejos de ser eliminado del horizonte existencial de la persona, continúa generando una inagotable pregunta por el sentido de la vida”.


El documento destaca algunos abusos que ya se dan en países donde eutanasia es legal hace años y donde, por ejemplo, se le aplica a personas jóvenes con problemas como depresión o trastornos psiquiátricos. Aquí no se habla de enfermedades terminales sino de males crónicos, dolorosos por supuesto, pero que son perfectamente tratables con terapias, medicinas y especialmente con el amor y entrega de los seres queridos. En varios casos, señala el texto, la petición de la eutanasia es el grito desesperado del paciente que se siente solo, que se ve a sí mismo como una carga. Por ello invita a familiares y amigos a acompañar a los enfermos con una “presencia amorosa, humana y cristiana” que “supera toda forma de depresión y no cae en la angustia de quien, en cambio, se siente solo y abandonado a su destino de sufrimiento y de muerte”.


La Iglesia sabe que es durísima la situación de un enfermo terminal, por ello no puede ir en contra de lo que Jesús mismo enseñó y busca entender que el respeto a la vida va más allá de las creencias religiosas. En el documento aparecen unas indicaciones pastorales que pueden resultar ásperas a simple vista, pero que están basadas en la coherencia entre lo que se cree y se vive. Por ejemplo, no se puede absolver a alguien que haya pedido la eutanasia a menos que se arrepienta y se retracte de hacerlo. Para que haya absolución en la confesión es necesario un arrepentimiento de corazón y un propósito de enmienda y en el caso de que el enfermo persista en su decisión de terminar con su vida, estas condiciones no se dan. Tampoco puede un sacerdote estar presente cuando al paciente se le suministre la sustancia que finalmente lo matará, como si estuviese bendiciendo un procedimiento que se contradice con la fe que profesa y transmite. Son medidas dolorosas pero necesarias para dar un mensaje de esperanza en lugar de manifestar el acuerdo con una práctica que responde más a una falsa compasión que a la caridad anunciada por Cristo.


“El buen samaritano” nos invita a vivir un amor más profundo, (“hasta que duela”, como decía la Madre Teresa) a trascender la mirada hacia aquel enfermo, hacia aquel anciano, inútil muchas veces ante los ojos del mundo pero precioso ante los ojos de Dios y de quienes lo aman. Nos invita a vivir el mandato de la caridad en grado sumo y nos recuerda, como dice el texto, que el derecho a la vida, “sostiene todo otro derecho, incluido el ejercicio de la libertad humana”.