Consagrando mi vida a Dios
Actualizado: 1 de sep de 2020
La consagrada María del Pilar Cerdeña nos cuenta que significa y qué implica consagrar la propia vida a Dios.
¿Qué es la vocación a la vida consagrada?
Hablar de vocación es hablar de llamado; del llamado que Dios nos hace a cada uno por amor, con amor y para el amor. Dios nos ll-ama a la existencia y nos invita a vivir el amor en plenitud hasta alcanzar la bienaventuranza eterna, el cielo (ver CIC 1604, 1703). Dios quiere que todos sus hijos e hijas participemos de su felicidad y amor infinitos, que seamos santos como Él es santo (ver Mt 5,48) y anunciemos esta Buena Nueva a todas las personas (ver Mt 28, 19). Esta es la vocación común a todos los cristianos que se realiza en el camino particular de cada uno en la vida sacerdotal, consagrada o matrimonial.
Como el llamado a la santidad, la vocación particular es don y respuesta. Don porque es un regalo gratuito de Dios: “antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (Jer 1, 5). El Señor, que nos ha creado y amado en la existencia, nos conoce mejor que nosotros mismos y sabe cómo nuestro corazón podrá amar en mayor plenitud, dándole gloria y ayudando a que más personas se encuentren con Él. Sin embargo, Dios respeta profundamente nuestra libertad y su llamado es una invitación que requiere la respuesta libre de cada persona: un sí generoso como el de María (ver Lc 1, 26-38).
Quienes estamos llamados a la vida consagrada descubrimos que Dios nos invita a amarlo con un amor exclusivo, total e indiviso para así amar a todos nuestros hermanos con su mismo amor. Este amor nos mueve a querer seguir a Cristo "más de cerca” e identificar nuestra vida con la suya, haciendo de Él el todo de nuestra existencia. (ver Vita Consecrata 72)
Si bien todo cristiano está llamado a hacer suya la vida y misión de Cristo, aquellos que Jesús separa, consagra, para sí entienden toda su vida ordenada al Señor y al anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Así, el “(…) primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas. Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama. (…) De este modo, la vida consagrada se convierte en una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina.” (Vita Consecrata 20)
A través de la vivencia de los consejos evangélicos: el celibato, la obediencia y la pobreza, los consagrados buscan asemejarse más profundamente a la vida de Cristo y vivir según sus enseñanzas dando testimonio del Reino de Dios que ya está presente en el hoy de la historia y que alcanzará su plenitud en el cielo (ver Vita Consecrata 1).
Dentro de la vocación a la vida consagrada existen multitud de formas de consagración suscitadas por el Espíritu Santo que expresan distintos aspectos de la vida de Cristo y, fundadas en el Evangelio, responden a las necesidades particulares de la Iglesia de un tiempo o lugar. Cada forma de consagración y carisma particular es una gran riqueza para la Iglesia y humanidad, como una flor hermosa y única dentro del jardín de Dios.
¿Quiénes están llamados a vivirla?
“No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes” (Jn 15, 16).
Todo cristiano, por el don del bautismo, está llamado a participar de la vida y misión de Jesús dando testimonio de su amor a través de la propia vida, obras y palabras. Sin embargo hay algunas personas a las que Dios separa para sí; para seguirlo más de cerca y entregar toda su vida al servicio del Reino. En este sentido la vocación es un don, una elección gratuita e inmerecida de Dios, “Yo los he elegido”, que se fundamenta en el amor de Dios (ver Dt 7, 7-8).
Esta elección es una invitación a personas libres en un contexto particular de su historia personal, familiar, social y eclesial. Como con los primeros apóstoles, Jesús sigue acercándose hoy a hombres y mujeres en sus realidades particulares y cotidianas y llamándolos a dejarlo todo para seguirlo y encarnar la Buena Nueva asumiendo como propios los pensamientos, sentimientos y acciones de Cristo (ver Mt 4, 18-22; Mt 9, 9-13; Jn 1, 35-47).
Asimismo, el don de la vocación requiere de la respuesta libre de cada persona que se va madurando y se actualiza en las decisiones de cada día. Para ello es importante pasar por un proceso de discernimiento y acompañamiento adecuado para ir confirmando el llamado de Dios, acoger la gracia que regala cada día y así responder desde una libertad cada vez más plena, permaneciendo en el amor como el sarmiento está unido a la vid (ver Jn 15, 1-8).
Con San Pablo, quienes nos hemos encontrado con Cristo y descubrimos su llamado a dejarlo todo y seguirlo, buscamos hacer nuestra su vida para que sea Él quien viva en nosotros (ver Gail 2, 20). Este encuentro nos pone en movimiento, nos impulsa a comprometernos con nuestros hermanos y hermanas y así darles de beber de esa agua viva que es Dios mismo y a vivir en continúa búsqueda de una cada vez mayor intimidad con el Señor de nuestras vidas.
¿Cuáles son las alegrías y los desafíos?
“Jesús dijo: «Yo les aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y hacienda con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna.»” (Mc 10, 29-30)
El seguimiento de Cristo implica cruz y renuncia, pero no se queda en la muerte sino que es camino de resurrección y de vida plena. Esto se concreta en las distintas vocaciones con sus retos y alegrías y lo mismo pasa en la vida consagrada en la que las alegrías y dolores muchas veces están entrelazadas uniéndonos más explícitamente a la vida de Cristo.
Desde mi 14 años de consagración y compartiendo con muchos otros consagrados de distintas comunidades y partes del mundo, creo que la mayor alegría de la vida con sagrada es esa relación íntima y fecunda con el Señor. Es una vida llena de amor que nos abre al encuentro con nuestros hermanos desde el corazón de Cristo. Sin embargo este amor exclusivo, total e inmediato con el Señor, que se nutre constantemente de la vida sacramental y de oración, implica renuncias. No es fácil vivir el celibato y renunciar a tener un matrimonio y ser padres pero vivir esta renuncia no es represión. Vivida con Cristo es camino de plenitud y amor que nos abre a vivir la maternidad y paternidad espiritual dando a luz muchos hijos en la fe desde un corazón libre y totalmente entregado a Dios.
Asimismo, la vivencia de la pobreza y obediencia son camino de libertad y felicidad plena que pasa por la cruz y que requieren ser renovados cada día. En un mundo donde la autonomía y tener control de todo son muchas veces exaltados como valores supremos, vivir desapegado de los bienes y sujeto a la autoridad no es fácil pero vividos por amor nos permiten descubrir existencialmente nuestra total dependencia de Dios y su providencia amorosa para así, desde nuestra pequeñez, darnos a los otros sin reservas. La alegría de donarse y saberse instrumentos en las manos de Dios para que otras personas se encuentren con su amor infinito, no tiene precio.
De igual manera la vida comunitaria es fuente de gozo y desafíos. Recuerdo que tras mi primer mes de vida comunitaria me preguntaron qué había sido lo que más me había gustado y costado de la vida consagrada y mi respuesta fue una: la vida comunitaria. Muchos años después, mi re
spuesta sigue siendo la misma. Mis hermanas son un regalo precioso del Corazón de Jesús que me alientan en mi vocación y respuesta al Señor, me edifican con su ejemplo, me muestran el rostro misericordioso del Padre y me impulsan a responder con una cada vez mayor generosidad a lo que Dios me pide desde quien soy yo pero tiene también muchos retos. No es fácil vivir con personas tan distintas, cada una con su propia lucha de conversión, pero es más grande lo que nos une: el amor de Dios y nuestro deseo de entregarnos totalmente a Él y a nuestros hermanos.
¿Qué santos son ejemplos para vivirla?
A lo largo de los siglos han habido muchos hombres y mujeres que descubriendo el llamado de Dios dejaron todo para seguir a Cristo más de cerca y que hoy brillan como ejemplos de santidad. Ellos descubrieron en su consagración y vocación particular el camino para unirse al Señor, amarlo más plenamente y llevar ese amor al prójimo. Entre ellos quiero resaltar a tres santos que nos inspiran en la vivencia de los consejos evangélicos.
En primer lugar San Francisco de Asis (1881/1182 - 1224) quien, escuchando la llamada de Dios de reconstruir su Iglesia, hizo suyo el envío de Cristo a sus apóstoles de proclamar el Reino sin llevar “oro, ni plata… ni alforja para el camino” (ver Mt 10, 1.5-10). Francisco vivió en extrema pobreza dedicado al anuncio del Evangelio, anunciando la paz y en armonía con la creación. Su testimonio atrajo a muchos hombres lo que dio origen a la Orden de los Hermanos Menores, comúnmente conocida como Franciscanos, y que inspiró a Santa Clara a compartir su forma de vida, dando inicio a la Orden de las Hermanas Pobres, Clarisas.
Un ejemplo más contemporáneo es el de San Rafael Arnaíz Barón (1911-1938), quien brilla por su obediencia y fidelidad a Dios. Nacido en una familia de alta sociedad en Burgos, Rafael destacaba por su inteligencia, carácter alegre, dotes artísticos y deportistas así como su cercanía y amistad; pero sobre todo por su disposición a escuchar a Dios que lo llevó a descubrir su vocación a la vida contemplativa en la Trapa ingresando en 1934 al monasterio de San Isidro. Debido a sus precaria salud tuvo que abandonar varias veces el monasterio para recibir cuidados médicos. Así “se santificó en la gozosa y heroica fidelidad a su vocación, en la aceptación amorosa de los planes de Dios y del misterio de la cruz”.